La rúbrica que es la espada y que en tantas ocasiones fue injusta con la dimensión real que viene ofreciendo Miguel Ángel Perera fue hoy eso, rúbrica y confirmación a todo lo que hubo antes de ella: toreo. Toreo del bueno. Inteligente, templado, delicado, mandón, profundo, largo, suave… Todo ello junto en la misma coctelera en función de lo que en cada momento requiriera la lidia de sus toros. Toreo, pues. La técnica de imponer la voluntad humana sobre el instinto animal y construir belleza. Toreo cuajado y con el poso del tiempo que no pasa en balde traducido en dos obras diferentes ante dos toros diferentes. Mucho mejor el primero del lote del extremeño, que tuvo clase, sobre todo, por el pitón izquierdo. Más deslucido y breve en sus prestaciones el que hizo cuarto, que se apagó como una vela en la playa según fue avanzando la faena de muleta.
Al primero, lo cuajó Perera en una faena bella y sutil. Con la técnica al servicio de la belleza. Temple puro para multiplicar lo bueno y disimular lo menos valioso del animal, que fueron sus fuerzas justas. Pero tenía clase, buen fondo, y Miguel Ángel rascó paciente y delicado sabiendo que había premio. La recompensa se tradujo en un puñado de series, especialmente, al natural, en las que el torero se expresó relajado y encajado a la par que largo y poderoso. Temple puro. Mató pronto y el público de Medina del Campo le correspondió con las dos orejas.
Un balance que repitió en el segundo de su lote, que, dicho queda, sirvió menos. Lo lanceó Perera con variedad y lentitud con el capote. El astado tenía nobleza, pero le faltaba transmisión. Nada que objetar, así que el toreo de Puebla del Prior se puso manos a la obra con el crucigrama de encontrar las teclas oportunas en aras de la armonía que ese poso de nobleza del toro y de su casa hacía suponer. Y lo rescató Miguel Ángel en un trasteo que se lo debió todo a su fe y su clarividencia. El tiempo que no pasa en balde y el cuajo, esta vez, sí rubricado con otras dos orejas para realzar una tarde, de nuevo, maciza y plena.
La rúbrica que es la espada y que en tantas ocasiones fue injusta con la dimensión real que viene ofreciendo Miguel Ángel Perera fue hoy eso, rúbrica y confirmación a todo lo que hubo antes de ella: toreo. Toreo del bueno. Inteligente, templado, delicado, mandón, profundo, largo, suave… Todo ello junto en la misma coctelera en función de lo que en cada momento requiriera la lidia de sus toros. Toreo, pues. La técnica de imponer la voluntad humana sobre el instinto animal y construir belleza. Toreo cuajado y con el poso del tiempo que no pasa en balde traducido en dos obras diferentes ante dos toros diferentes. Mucho mejor el primero del lote del extremeño, que tuvo clase, sobre todo, por el pitón izquierdo. Más deslucido y breve en sus prestaciones el que hizo cuarto, que se apagó como una vela en la playa según fue avanzando la faena de muleta.
Al primero, lo cuajó Perera en una faena bella y sutil. Con la técnica al servicio de la belleza. Temple puro para multiplicar lo bueno y disimular lo menos valioso del animal, que fueron sus fuerzas justas. Pero tenía clase, buen fondo, y Miguel Ángel rascó paciente y delicado sabiendo que había premio. La recompensa se tradujo en un puñado de series, especialmente, al natural, en las que el torero se expresó relajado y encajado a la par que largo y poderoso. Temple puro. Mató pronto y el público de Medina del Campo le correspondió con las dos orejas.
Un balance que repitió en el segundo de su lote, que, dicho queda, sirvió menos. Lo lanceó Perera con variedad y lentitud con el capote. El astado tenía nobleza, pero le faltaba transmisión. Nada que objetar, así que el toreo de Puebla del Prior se puso manos a la obra con el crucigrama de encontrar las teclas oportunas en aras de la armonía que ese poso de nobleza del toro y de su casa hacía suponer. Y lo rescató Miguel Ángel en un trasteo que se lo debió todo a su fe y su clarividencia. El tiempo que no pasa en balde y el cuajo, esta vez, sí rubricado con otras dos orejas para realzar una tarde, de nuevo, maciza y plena.