En medio de la gelidez de este septiembre ya otoñal que se asoma por diversas zonas de España, sopló hoy en Valladolid la cálida brisa que emana de la cuajada serenidad de un torero en pleno equilibrio. Miguel Ángel Perera, sin ruido ni alharacas, mantiene el compás de un año de disfrute personal. Hoy asistió Pucela a ese momento que emergió, como las aguas del Pisuerga cuando bajan en paz, atemperado y fluido, como inevitable, como natural. Porque Perera vive ya en esa vuelca de tuerca a la que ha llegado que consiste en darle a lo extraordinario el marchamo de lo habitual. Porque no es lo normal cuajar un día sí y otro también a los toros en faenas tan profundas que parecieran tener eco, retumbar. Tan hondas, tan largas, tan perfectas. Hace tiempo ya que Miguel Ángel situó en el rincón exacto de los estantes de su mente la exigencia propia del canon. De la pureza como máxima. De lo que así es porque es así. Ya no. Ahora Perera rezuma ese canon y lo ejerce desde la naturalidad de quien, antes que nada, busca rebozarse en sí mismo, dotar del verdadero sentido de la íntima satisfacción cada tarde que se viste de torero. Perera ya no es el intérprete de su concepto, sino que ese concepto, esa idea, esa aspiración se ha fundido con su propio latido y, a la par que late, torea. Como se late para vivir, Miguel Ángel late porque torea.
La materialización práctica de lo hasta ahora explicado es su faena al primer toro de su lote, con el hierro de Olga Jiménez, un buen toro. Un toro bravo que fue capaz de soportarle el pulso al torero, que se entregó a su exigencia y buscó la muleta tan por abajo como se la ofrecía el diestro. Y así las cosas, Miguel Ángel se dedicó a latir, a dejar que el toreo -su toreo, el que lleva impregnado en la piel- le aflorara desde las yemas de los dedos para volar las telas con la cálida templanza de lo que fluye. Y ahormó un puñado de tandas, sobre todo a diestras, de una precisión perfecta. Cada muletazo tenía su propia historia en su misma entraña. Y se hilaba al anterior y al siguiente como los capítulos de una novela. Fue un conjunto importante. En otro momento, extraordinario y deslumbrante. Ahora, revelador y lógico. Inevitable. Tan hondamente sereno como vive Miguel Ángel éste, su momento.
Fue una pena que su segundo no le concediera opción alguna para redondear lo hecho. Fue el ejemplar más deslucido de la corrida de Matilla. Se puso el torero y le quiso hacer las cosas como si fuera bueno, sólo que no lo era. Hoy no hubo clamor, pero sí eco. Faltó el remate, pero emergió la plenitud. Lo que siempre hubiera sido extraordinario, pero ahora tiene el marchamo de lo habitual. Es lo que tiene cuando llega tu momento…
En medio de la gelidez de este septiembre ya otoñal que se asoma por diversas zonas de España, sopló hoy en Valladolid la cálida brisa que emana de la cuajada serenidad de un torero en pleno equilibrio. Miguel Ángel Perera, sin ruido ni alharacas, mantiene el compás de un año de disfrute personal. Hoy asistió Pucela a ese momento que emergió, como las aguas del Pisuerga cuando bajan en paz, atemperado y fluido, como inevitable, como natural. Porque Perera vive ya en esa vuelca de tuerca a la que ha llegado que consiste en darle a lo extraordinario el marchamo de lo habitual. Porque no es lo normal cuajar un día sí y otro también a los toros en faenas tan profundas que parecieran tener eco, retumbar. Tan hondas, tan largas, tan perfectas. Hace tiempo ya que Miguel Ángel situó en el rincón exacto de los estantes de su mente la exigencia propia del canon. De la pureza como máxima. De lo que así es porque es así. Ya no. Ahora Perera rezuma ese canon y lo ejerce desde la naturalidad de quien, antes que nada, busca rebozarse en sí mismo, dotar del verdadero sentido de la íntima satisfacción cada tarde que se viste de torero. Perera ya no es el intérprete de su concepto, sino que ese concepto, esa idea, esa aspiración se ha fundido con su propio latido y, a la par que late, torea. Como se late para vivir, Miguel Ángel late porque torea.
La materialización práctica de lo hasta ahora explicado es su faena al primer toro de su lote, con el hierro de Olga Jiménez, un buen toro. Un toro bravo que fue capaz de soportarle el pulso al torero, que se entregó a su exigencia y buscó la muleta tan por abajo como se la ofrecía el diestro. Y así las cosas, Miguel Ángel se dedicó a latir, a dejar que el toreo -su toreo, el que lleva impregnado en la piel- le aflorara desde las yemas de los dedos para volar las telas con la cálida templanza de lo que fluye. Y ahormó un puñado de tandas, sobre todo a diestras, de una precisión perfecta. Cada muletazo tenía su propia historia en su misma entraña. Y se hilaba al anterior y al siguiente como los capítulos de una novela. Fue un conjunto importante. En otro momento, extraordinario y deslumbrante. Ahora, revelador y lógico. Inevitable. Tan hondamente sereno como vive Miguel Ángel éste, su momento.
Fue una pena que su segundo no le concediera opción alguna para redondear lo hecho. Fue el ejemplar más deslucido de la corrida de Matilla. Se puso el torero y le quiso hacer las cosas como si fuera bueno, sólo que no lo era. Hoy no hubo clamor, pero sí eco. Faltó el remate, pero emergió la plenitud. Lo que siempre hubiera sido extraordinario, pero ahora tiene el marchamo de lo habitual. Es lo que tiene cuando llega tu momento…