Hay cruces de camino en el transcurso de una temporada que resultan absolutamente providenciales. Encuentros que parecieran predestinados para elevar a los seres que se encuentran. Hoy sucedió. En San Sebastián de los Reyes. Se encontraron Miguel Ángel Perera y su primer toro con el hierro de Hermanos García Jiménez, Festín de nombre. Bravo éste. Y enclasado. Cumbre él. Macizo como nunca, que ya es decir. Natural. La esencia de siempre, pero con más raíz aún. El paso del tiempo y el poso del tiempo. Lo que mejora cuando tiene fondo y no techo para hacerlo. El mejor Perera. Lo que el tiempo no desgasta, sino que asolera. Mecido con el capote en verónicas preñadas de lentitud. Un eternidad cada una de ellas. Como en los lances de Javier Ambel, que se sale de tan buen torero. Y la media docena de muletazos de apertura de la faena con la pañosa. Uno tras otro. Sin mover ni un ápice su cuerpo. Media docena de veces sin pausa pasándole el toro por la barriga como media docena de campanadas marcando el tiempo. Dicen que la versión más ojedista de Perera. Más bien, la versión más pererista de Miguel Ángel. Él. Como no hay otro. Los hay diferentes, distintos, pero no él. Pasado el tiempo, tanto tiempo ya, éste es el gran don de Perera: que es él elevado a la enésima potencia. El preámbulo ya dicho fue la brújula que marcó el paso de todo lo demás. De cómo fue cada tanda que vino a continuación. Ya fuera a diestras o con la zurda. Pureza. Canon desde el cite hasta que lo soltaba detrás, justo donde lo recogía de nuevo para propiciar, uno tras otro, embroques donde sólo cabía el toreo. Iba el toro con sincera verdad y se rebosaba con él Miguel Ángel con verdadera sinceridad. Ayuno todo de apostura alguna. Torear para sí y porque sí. Bambolearse en cada viaje para enterrar el mentón en el pecho de puro abandono, al llegar cada muletazo al núcleo mismo de su entraña. Y la estocada, como tantas veces se ha echado de menos en los últimos años. Sólo así –porque el torero y la vida están así, tan de contarse con números y no con historias- la gente sabría que, en efecto, está ante el mejor Perera. Que no es eslogan ni lo que ahora llaman etiqueta. Que es verdad. Como un castillo de grande. Éste de este tiempo es el mejor Perera. El que Miguel Ángel siempre quiso ser. Pues ya lo es.
No pudo redondear la tarde como su mitad merecía porque el segundo toro de su par con el hierro de Matilla en nada se pareció al del feliz encuentro. Éste fue deslucido por brusco. Porque no quiso colaborar, sino sólo pelear. Pero con feas maneras. Justo por eso tiene tanto mérito el puñado de lances por cordobinas de manos tan bajas que le enjaretó el extremeño. Y los pares de banderillas que hicieron que Ambel se desmonterara. Y que, otra vez en sus manos, quisiera Perera tratarlo como si fuera bueno cuando bueno no era. No agradeció el astado su actitud, no le devolvió nada. Y se torció la espada. Por eso todo quedó en silencio antes del clamor de la puerta grande. Grande como la verdad de que estamos ante el mejor Perera.
Hay cruces de camino en el transcurso de una temporada que resultan absolutamente providenciales. Encuentros que parecieran predestinados para elevar a los seres que se encuentran. Hoy sucedió. En San Sebastián de los Reyes. Se encontraron Miguel Ángel Perera y su primer toro con el hierro de Hermanos García Jiménez, Festín de nombre. Bravo éste. Y enclasado. Cumbre él. Macizo como nunca, que ya es decir. Natural. La esencia de siempre, pero con más raíz aún. El paso del tiempo y el poso del tiempo. Lo que mejora cuando tiene fondo y no techo para hacerlo. El mejor Perera. Lo que el tiempo no desgasta, sino que asolera. Mecido con el capote en verónicas preñadas de lentitud. Un eternidad cada una de ellas. Como en los lances de Javier Ambel, que se sale de tan buen torero. Y la media docena de muletazos de apertura de la faena con la pañosa. Uno tras otro. Sin mover ni un ápice su cuerpo. Media docena de veces sin pausa pasándole el toro por la barriga como media docena de campanadas marcando el tiempo. Dicen que la versión más ojedista de Perera. Más bien, la versión más pererista de Miguel Ángel. Él. Como no hay otro. Los hay diferentes, distintos, pero no él. Pasado el tiempo, tanto tiempo ya, éste es el gran don de Perera: que es él elevado a la enésima potencia. El preámbulo ya dicho fue la brújula que marcó el paso de todo lo demás. De cómo fue cada tanda que vino a continuación. Ya fuera a diestras o con la zurda. Pureza. Canon desde el cite hasta que lo soltaba detrás, justo donde lo recogía de nuevo para propiciar, uno tras otro, embroques donde sólo cabía el toreo. Iba el toro con sincera verdad y se rebosaba con él Miguel Ángel con verdadera sinceridad. Ayuno todo de apostura alguna. Torear para sí y porque sí. Bambolearse en cada viaje para enterrar el mentón en el pecho de puro abandono, al llegar cada muletazo al núcleo mismo de su entraña. Y la estocada, como tantas veces se ha echado de menos en los últimos años. Sólo así –porque el torero y la vida están así, tan de contarse con números y no con historias- la gente sabría que, en efecto, está ante el mejor Perera. Que no es eslogan ni lo que ahora llaman etiqueta. Que es verdad. Como un castillo de grande. Éste de este tiempo es el mejor Perera. El que Miguel Ángel siempre quiso ser. Pues ya lo es.
No pudo redondear la tarde como su mitad merecía porque el segundo toro de su par con el hierro de Matilla en nada se pareció al del feliz encuentro. Éste fue deslucido por brusco. Porque no quiso colaborar, sino sólo pelear. Pero con feas maneras. Justo por eso tiene tanto mérito el puñado de lances por cordobinas de manos tan bajas que le enjaretó el extremeño. Y los pares de banderillas que hicieron que Ambel se desmonterara. Y que, otra vez en sus manos, quisiera Perera tratarlo como si fuera bueno cuando bueno no era. No agradeció el astado su actitud, no le devolvió nada. Y se torció la espada. Por eso todo quedó en silencio antes del clamor de la puerta grande. Grande como la verdad de que estamos ante el mejor Perera.