Rozó con sus manos Miguel Ángel Perera la Puerta Grande de Cuenca, sobre todo, tras cuajar al primero de sus dos toros de Román Sorando, con el que estuvo soberbio. Le pidió con fuerza el público la segunda oreja, pero el palco no la concedió. Del quinto pudo obtener premio, pero, en este caso, se lo robó el fallo reiterado a espadas, que le priva otra vez de otro triunfo más que merecido y, como queda dicho, prácticamente en su poder.
Fue mayúscula la faena a su primer toro porque no se puede sacar más partido de un toro que anduvo tan justo de todo. Pero en una exhibición de sentido del temple, Miguel Ángel fue puliendo y multiplicando la clase que en su fondo tenía el ejemplar de Román Sorando. Le aplicó una dulzura exquisita y la medida exacta ya en las alturas, ya en el ritmo con que lo condujo en tandas que fueron mejores conforme se sucedían. La cima fue al natural, por donde el toreo de Perera alcanzó las cotas más altas. Encajado el torero, prendido el estaquillador apenas con el tacto de los dedos y volando la franela con una tersura que desprendía armonía y caricia. Se lo enroscó en circulares en el tramo final de la faena y cobró una estocada entera al primer intento, que le valió para cortar la oreja y que el público le pidiera la segunda con mucha fuerza.
Toda posibilidad de premio perdió al marrar en varias ocasiones con la espada ante el quinto, un toro que tuvo muy poco dentro, que fue justo lo que le extrajo. Se gustaron y se desmonteraron en banderillas Javier Ambel y Jesús Arruga, preámbulo del inicio por estatuarios de Miguel Ángel, quien, una vez más, tiró de temple sin renunciar a la profundidad que va adherida a su concepto por más que al toro le costaba rematar sus finales. Ejercicio de capacidad y oficio del extremeño, que se enmarronó con los aceros.
Rozó con sus manos Miguel Ángel Perera la Puerta Grande de Cuenca, sobre todo, tras cuajar al primero de sus dos toros de Román Sorando, con el que estuvo soberbio. Le pidió con fuerza el público la segunda oreja, pero el palco no la concedió. Del quinto pudo obtener premio, pero, en este caso, se lo robó el fallo reiterado a espadas, que le priva otra vez de otro triunfo más que merecido y, como queda dicho, prácticamente en su poder.
Fue mayúscula la faena a su primer toro porque no se puede sacar más partido de un toro que anduvo tan justo de todo. Pero en una exhibición de sentido del temple, Miguel Ángel fue puliendo y multiplicando la clase que en su fondo tenía el ejemplar de Román Sorando. Le aplicó una dulzura exquisita y la medida exacta ya en las alturas, ya en el ritmo con que lo condujo en tandas que fueron mejores conforme se sucedían. La cima fue al natural, por donde el toreo de Perera alcanzó las cotas más altas. Encajado el torero, prendido el estaquillador apenas con el tacto de los dedos y volando la franela con una tersura que desprendía armonía y caricia. Se lo enroscó en circulares en el tramo final de la faena y cobró una estocada entera al primer intento, que le valió para cortar la oreja y que el público le pidiera la segunda con mucha fuerza.
Toda posibilidad de premio perdió al marrar en varias ocasiones con la espada ante el quinto, un toro que tuvo muy poco dentro, que fue justo lo que le extrajo. Se gustaron y se desmonteraron en banderillas Javier Ambel y Jesús Arruga, preámbulo del inicio por estatuarios de Miguel Ángel, quien, una vez más, tiró de temple sin renunciar a la profundidad que va adherida a su concepto por más que al toro le costaba rematar sus finales. Ejercicio de capacidad y oficio del extremeño, que se enmarronó con los aceros.