Hay muy pocas manifestaciones en el mundo tan democráticas como la Fiesta de los toros. Históricamente, es el pueblo, es la gente, quien manda, quien decide, quien califica y determina. Por la única fuerza de la mayoría, por la razón primera del sentir más extendido. Por eso choca tanto cuando una sola persona contradice la voluntad de la mayoría como hoy pasó en Roquetas de Mar. No es nueva la situación, pero tampoco debe aceptarse con resignación por el solo hecho de no ser nueva: miles de personas, sin más interés que premiar lo que les había gustado, reclamando el premio para el torero y un solo hombre contraviniendo esa petición. Cierto es que el reglamento deposita la potestad de la segunda oreja en la decisión del presidente, pero cuando una petición es tan mayoritaria como hoy y cuando ya el día antes se había fijado el criterio a seguir…
Con todo fue la triste anécdota en el conjunto de la actuación de Miguel Ángel Perera, otra vez ensombrecida su dimensión por la cruz de la espada. Porque pudo ser tarde de cuatro orejas a tenor de cómo entendió, maceró, maduró y cuajó a sus dos toros de Alcurrucén, por debajo los dos de la medida de ellos que sacó el pacense. Con los dos toreó con gusto con el capote bajo la máxima de echar las manos abajo y ralentizar desde los primeros lances la embestida de sus oponentes. Por delantales de plantas muy quietas y –dicho queda- de manos muy bajas, lanceó al que hizo quinto, grácil la figura, natural en su caída, y mandando por la vía de caricia. Al primero de su lote le enjaretó un manojo de siete muletazos sin moverse, aún en los adentros, como comienzo de la faena, enganchando al astado muy por delante para soltarlo largo también y volver a traérselo, en un despliegue apabullante de capacidad, de seguridad y de dominio. Al segundo, le hizo lo propio, pero rodillas en tierra, también recibiéndolo desde lejos para quedárselo en los vuelos y torearlo en redondo sacando el pecho y encajando la cintura. Y en ambos, dos ejercicios de clarividencia empapados de total naturalidad, ayunos de apostura alguna, sin adornos ni alaracas, toreando siempre, a favor de los toros y, especialmente, para él. Dos trasteos con los que Miguel Ángel extrajo de sus enemigos más virtudes de los que alumbraron, de ahí lo de la clarividencia apuntada. Hubo poso, metraje, profundidad y regusto. Pero en el primero le falló la espada y pinchó dos veces antes de la estocada buena, por lo que se quedó un día más con la miel en los labios. Sí mató de espadazo entero al quinto, si bien tardó en caer. Quizá, el clavo ardiendo al que se agarró el uno para negar lo que pedían todos. Quizá…
Hay muy pocas manifestaciones en el mundo tan democráticas como la Fiesta de los toros. Históricamente, es el pueblo, es la gente, quien manda, quien decide, quien califica y determina. Por la única fuerza de la mayoría, por la razón primera del sentir más extendido. Por eso choca tanto cuando una sola persona contradice la voluntad de la mayoría como hoy pasó en Roquetas de Mar. No es nueva la situación, pero tampoco debe aceptarse con resignación por el solo hecho de no ser nueva: miles de personas, sin más interés que premiar lo que les había gustado, reclamando el premio para el torero y un solo hombre contraviniendo esa petición. Cierto es que el reglamento deposita la potestad de la segunda oreja en la decisión del presidente, pero cuando una petición es tan mayoritaria como hoy y cuando ya el día antes se había fijado el criterio a seguir…
Con todo fue la triste anécdota en el conjunto de la actuación de Miguel Ángel Perera, otra vez ensombrecida su dimensión por la cruz de la espada. Porque pudo ser tarde de cuatro orejas a tenor de cómo entendió, maceró, maduró y cuajó a sus dos toros de Alcurrucén, por debajo los dos de la medida de ellos que sacó el pacense. Con los dos toreó con gusto con el capote bajo la máxima de echar las manos abajo y ralentizar desde los primeros lances la embestida de sus oponentes. Por delantales de plantas muy quietas y –dicho queda- de manos muy bajas, lanceó al que hizo quinto, grácil la figura, natural en su caída, y mandando por la vía de caricia. Al primero de su lote le enjaretó un manojo de siete muletazos sin moverse, aún en los adentros, como comienzo de la faena, enganchando al astado muy por delante para soltarlo largo también y volver a traérselo, en un despliegue apabullante de capacidad, de seguridad y de dominio. Al segundo, le hizo lo propio, pero rodillas en tierra, también recibiéndolo desde lejos para quedárselo en los vuelos y torearlo en redondo sacando el pecho y encajando la cintura. Y en ambos, dos ejercicios de clarividencia empapados de total naturalidad, ayunos de apostura alguna, sin adornos ni alaracas, toreando siempre, a favor de los toros y, especialmente, para él. Dos trasteos con los que Miguel Ángel extrajo de sus enemigos más virtudes de los que alumbraron, de ahí lo de la clarividencia apuntada. Hubo poso, metraje, profundidad y regusto. Pero en el primero le falló la espada y pinchó dos veces antes de la estocada buena, por lo que se quedó un día más con la miel en los labios. Sí mató de espadazo entero al quinto, si bien tardó en caer. Quizá, el clavo ardiendo al que se agarró el uno para negar lo que pedían todos. Quizá…