Hace casi quince años por estas mismas fechas (apenas restan dos días para ello), era él quien recibía la alternativa de manos de El Juli. Casi tres lustros después, ha sido él quien ha doctorado a Amor Rodríguez cediéndole los trastos del toro de nombre Pitillero, de Torrealta. Primero, así, con la ceremonia. Luego, dictando una cátedra de las que marcan el camino en el conjunto de una tarde que denotó, justo eso, magisterio, ése que emana de la clarividencia que viene del tiempo, mezclado con la frescura que insufla la ilusión en su apogeo. Así es como está Miguel Ángel Perera en este arranque de temporada gozoso: magistral y fresco. Redondo en todas sus vertientes.
Le cortó el torero las dos orejas al cuarto de la tarde, segundo torrealta de su par, al que ya cuajó con el capote desde la variedad y desde la suavidad. Fue un toro que manseó, de mejores inicios que finales, que llegaba humillado a los embroques, pero que, a partir de ellos, se desentendía. De ahí el mérito de que Miguel Ángel lo encelara como si fuera mejor de lo que era. Desde el mando que, más que imponer, convence. Con la firmeza que le es propia y aderezada de un proverbial sentido del temple. La estocada fue de libro, como la obra todo, y el doble trofeo, inapelable.
Un apéndice contaba ya de su primer oponente, suelto de salida, pero al que sostuvo en el vuelo imantado e inapelable de media docena de verónicas de cintura y mentón hundidos. Se ajustó con precisión en el quite por chicuelinas y se gustó en los doblones iniciales de la faena de muleta, que alcanzó su cénit en el toreo a diestras, el lado por donde el ejemplar de Torrealta fue más franco. Le multiplicó por mucho sus prestaciones Perera, que se lo traía toreado desde muy por delante para rebozarse con él en varias tandas de fondo y poso. Pura naturalidad todo en Miguel Ángel. Torear por torear, sin forzar nada que no fuera necesario. Sólo el pinchazo previo a la estocada final le obligó a retrasar el triunfo rotundo que completó ya en el cuarto.
Hace casi quince años por estas mismas fechas (apenas restan dos días para ello), era él quien recibía la alternativa de manos de El Juli. Casi tres lustros después, ha sido él quien ha doctorado a Amor Rodríguez cediéndole los trastos del toro de nombre Pitillero, de Torrealta. Primero, así, con la ceremonia. Luego, dictando una cátedra de las que marcan el camino en el conjunto de una tarde que denotó, justo eso, magisterio, ése que emana de la clarividencia que viene del tiempo, mezclado con la frescura que insufla la ilusión en su apogeo. Así es como está Miguel Ángel Perera en este arranque de temporada gozoso: magistral y fresco. Redondo en todas sus vertientes.
Le cortó el torero las dos orejas al cuarto de la tarde, segundo torrealta de su par, al que ya cuajó con el capote desde la variedad y desde la suavidad. Fue un toro que manseó, de mejores inicios que finales, que llegaba humillado a los embroques, pero que, a partir de ellos, se desentendía. De ahí el mérito de que Miguel Ángel lo encelara como si fuera mejor de lo que era. Desde el mando que, más que imponer, convence. Con la firmeza que le es propia y aderezada de un proverbial sentido del temple. La estocada fue de libro, como la obra todo, y el doble trofeo, inapelable.
Un apéndice contaba ya de su primer oponente, suelto de salida, pero al que sostuvo en el vuelo imantado e inapelable de media docena de verónicas de cintura y mentón hundidos. Se ajustó con precisión en el quite por chicuelinas y se gustó en los doblones iniciales de la faena de muleta, que alcanzó su cénit en el toreo a diestras, el lado por donde el ejemplar de Torrealta fue más franco. Le multiplicó por mucho sus prestaciones Perera, que se lo traía toreado desde muy por delante para rebozarse con él en varias tandas de fondo y poso. Pura naturalidad todo en Miguel Ángel. Torear por torear, sin forzar nada que no fuera necesario. Sólo el pinchazo previo a la estocada final le obligó a retrasar el triunfo rotundo que completó ya en el cuarto.