Dos de dos. Comienzo pleno de temporada de Miguel Ángel Perera. Dos puertas grandes, dos triunfos, en sus dos primeras actuaciones del año. El año que abre el nuevo tiempo en la carrera del extremeño. Una carrera embalada la suya según comienza en este nuevo año concebido durante meses con el propósito fundamental de disfrutar de sí mismo, del poso de quince años de alternativa, de la vuelta de tuerca a su propio concepto a la que no renuncia nunca Perera porque forma parte de su late motiv, del motor de su ilusión, de su inquietud vital. Dos de dos. En Olivenza entonces y en Castellón esta vez. Con la sensación presente y perenne de que su fondo aún tiene más fondo.
Por ejemplo, en su forma de pulsear el capote, de volarlo, de deslizarlo, de ajustarlo a su figura, de encajárselo a ella, de jugar los brazos y, sobre todo, las muñecas: gráciles, ligeras y lentas por igual. Se gustó en las verónicas del saludo Miguel Ángel y luego también en el quite por saltilleras en uno de cuyos lances arrolló el toro al diestro, que fue capaz de hacerse él mismo el quite. Volvió a la cara para volver a empezar, pero esta vez, por gaoneras, lo que crujió a la plaza. Como también después pero multiplicado por más cuando echó rodillas a tierra en los medios para empezar la faena de muleta. Dos pases cambiados que fueron como dos escalofríos para la gente, dos clamores a los que Perera puso continuidad toreando así, de hinojos, una firme declaración de intenciones de a qué venía, de a qué está. Fue bravo el toro de Garcigrande, tuvo mecha y el torero la espabiló en un manojo de series a derechas que fueron racimos de pases del metraje pererista, pero aún más. Desde adelante y hacia detrás. Por abajo todo, por abajo siempre. Tuvieron eco los muletazos, ese eco de lo hondo. Se encajó también al natural por donde le costó más al toro. Mató pronto y se hizo con su primera oreja.
La segunda que le abrió la puerta grande la obtuvo del sexto, noble, pero de menos codicia, con el que se ajustó por chicuelinas hasta donde lo posible deja de serlo, con todo el vuelo del percal manejado en la soltura de sus muñecas. Otra vez el trazo largo con la franela, la firmeza de plantas y la longitud sin fin de sus brazos para prolongar la medida del toreo. Duró menos el ejemplar de Domingo Hernández, por lo que el toreo esencial dejó paso a aquello otro que también es esencia en Miguel Ángel Perera: la quietud extrema, el cuerpo olvidado, pétreo, y el astado enroscado en su cintura una y otra vez para corroborar su autoridad de toda la tarde. De nuevo anduvo fácil con la tizona y, dicho queda, suya fue la puerta grande. La segunda de dos. El pleno que refuerza la plenitud con la que Miguel Ángel reivindica su tiempo nuevo. Como el de siempre.
Dos de dos. Comienzo pleno de temporada de Miguel Ángel Perera. Dos puertas grandes, dos triunfos, en sus dos primeras actuaciones del año. El año que abre el nuevo tiempo en la carrera del extremeño. Una carrera embalada la suya según comienza en este nuevo año concebido durante meses con el propósito fundamental de disfrutar de sí mismo, del poso de quince años de alternativa, de la vuelta de tuerca a su propio concepto a la que no renuncia nunca Perera porque forma parte de su late motiv, del motor de su ilusión, de su inquietud vital. Dos de dos. En Olivenza entonces y en Castellón esta vez. Con la sensación presente y perenne de que su fondo aún tiene más fondo.
Por ejemplo, en su forma de pulsear el capote, de volarlo, de deslizarlo, de ajustarlo a su figura, de encajárselo a ella, de jugar los brazos y, sobre todo, las muñecas: gráciles, ligeras y lentas por igual. Se gustó en las verónicas del saludo Miguel Ángel y luego también en el quite por saltilleras en uno de cuyos lances arrolló el toro al diestro, que fue capaz de hacerse él mismo el quite. Volvió a la cara para volver a empezar, pero esta vez, por gaoneras, lo que crujió a la plaza. Como también después pero multiplicado por más cuando echó rodillas a tierra en los medios para empezar la faena de muleta. Dos pases cambiados que fueron como dos escalofríos para la gente, dos clamores a los que Perera puso continuidad toreando así, de hinojos, una firme declaración de intenciones de a qué venía, de a qué está. Fue bravo el toro de Garcigrande, tuvo mecha y el torero la espabiló en un manojo de series a derechas que fueron racimos de pases del metraje pererista, pero aún más. Desde adelante y hacia detrás. Por abajo todo, por abajo siempre. Tuvieron eco los muletazos, ese eco de lo hondo. Se encajó también al natural por donde le costó más al toro. Mató pronto y se hizo con su primera oreja.
La segunda que le abrió la puerta grande la obtuvo del sexto, noble, pero de menos codicia, con el que se ajustó por chicuelinas hasta donde lo posible deja de serlo, con todo el vuelo del percal manejado en la soltura de sus muñecas. Otra vez el trazo largo con la franela, la firmeza de plantas y la longitud sin fin de sus brazos para prolongar la medida del toreo. Duró menos el ejemplar de Domingo Hernández, por lo que el toreo esencial dejó paso a aquello otro que también es esencia en Miguel Ángel Perera: la quietud extrema, el cuerpo olvidado, pétreo, y el astado enroscado en su cintura una y otra vez para corroborar su autoridad de toda la tarde. De nuevo anduvo fácil con la tizona y, dicho queda, suya fue la puerta grande. La segunda de dos. El pleno que refuerza la plenitud con la que Miguel Ángel reivindica su tiempo nuevo. Como el de siempre.