Tres orejas. Debieron haber sido tres orejas. Pero, al final, todo quedó en dos ovaciones muy fuertes. Sentidas, sinceras y en pie. Señal de unanimidad y de comunión. Sólo falló la espada para estar a la altura del conjunto tan importante que Miguel Ángel Perera ha obrado hoy en San Fermín. Susto grande incluido. Su tarde toda ha sido un tributo auténtico a cuanto de verdad, de pureza, de entrega, de riesgo, de suerte y de magisterio tiene el toreo.
La faena al primero de la tarde, Asustado-2015, fue sencillamente soberbia. Porque no era fácil desentrañar el misterio de un toro que llegó descompuesto y sin definir del todo a la faena de muleta. Pero Miguel Ángel Perera tuvo muy claro desde el principio la lidia a aplicar y a ella se puso sin esperar instante alguno. Desde el primer compás. Y ésa fue la clave: la decisión del torero en lo que había que hacer y el acierto para hacerlo. Tocar las teclas, que se dice ahora. Perera puso orden desde el inicio en cada embestida del cuvillo. Y lo hizo a base de empaparlo mucho de muleta, de consentirle y conducirle muy cosido, para tirar después de él con temple máximo, imponiéndole así el ritmo con el que embestir. Y así el toro fue a más y a mejor por el pitón derecho y, por tanto, los muletazos y las series de Miguel Ángel se sucedieron líquidas y limpias, largas y profundas, muy despacio, muy bellas, muy hondas. Los olés eran crujidos de aprobación, de admiración y de estar sintiendo el público lo que Perera le estaba haciendo al toro. En Pamplona. Llegó entonces la voltereta. Fuerte y fea. Arrolló el cuvillo a Miguel Ángel con el pitón derecho, lo volteó en el aire y cayó mal, sobre la nuca casi. Aun en el suelo, hizo el toro por el diestro y le buscó, por suerte, sin encontrarle. Segundos eternos que no parecían tener fin… El quite vino del cielo, de Víctor Barrio, seguro, y Miguel Ángel, aunque aturdido y dolorido, siguió en la cara, sin mirarse ni quejarse, para seguir toreando igual de despacio, de largo y de bello. Como si nada hubiera pasado. Cuestión de raza y de hombría. De torería, que es lo que aúna ambas cualidades. Cuestión de sentirse y de saberse torero y figura. Pamplona, en pie, se rendía a la demostración de tanto y de todo del torero extremeño. Lástima que la espada no viajara certera y que, incluso, tuviera que descabellar. Eso redujo a una fuerte ovación lo que era un premio gordo. Pamplona en pie, sin dudas, valorando al unísono una de las cumbres de la temporada de Miguel Ángel.
Le pesaron y mucho los muchos kilos que tenía encima el quinto, de 620 kilos. Embistió poco y protestó mucho, de ahí el gran mérito del ramillete de naturales que Miguel Ángel le arrancó en el núcleo de la faena. Naturales surgidos lentos y muy largos, muy cosidos a la muleta y al pulso del torero, que los fue cincelando con la gubia infalible del temple. Ése que fluye natural como el caudal de los ríos… Hubo una serie, especialmente, sencillamente impecable. Cuando nadie la esperaba, construida tacto a tacto por Perera, pulso puro, y rematada con un pase de pecho de ésos que se enseña a quienes aprenden a torear. Enciclopédico. Aún hubo algunos naturales más sueltos, arrancados de la pesadez del cuvillo, que protestó no pocas veces. Lástima de nuevo del pinchazo previo a la estocada final porque, al menos, la oreja estaba cortada. Se quedó pendiente. Habrá que volver el año que viene a por las tres orejas que hoy se quedaron en Pamplona. Como se quedó también la dimensión más importante de Miguel Ángel Perera en lo que va de temporada.
Tres orejas. Debieron haber sido tres orejas. Pero, al final, todo quedó en dos ovaciones muy fuertes. Sentidas, sinceras y en pie. Señal de unanimidad y de comunión. Sólo falló la espada para estar a la altura del conjunto tan importante que Miguel Ángel Perera ha obrado hoy en San Fermín. Susto grande incluido. Su tarde toda ha sido un tributo auténtico a cuanto de verdad, de pureza, de entrega, de riesgo, de suerte y de magisterio tiene el toreo.
La faena al primero de la tarde, Asustado-2015, fue sencillamente soberbia. Porque no era fácil desentrañar el misterio de un toro que llegó descompuesto y sin definir del todo a la faena de muleta. Pero Miguel Ángel Perera tuvo muy claro desde el principio la lidia a aplicar y a ella se puso sin esperar instante alguno. Desde el primer compás. Y ésa fue la clave: la decisión del torero en lo que había que hacer y el acierto para hacerlo. Tocar las teclas, que se dice ahora. Perera puso orden desde el inicio en cada embestida del cuvillo. Y lo hizo a base de empaparlo mucho de muleta, de consentirle y conducirle muy cosido, para tirar después de él con temple máximo, imponiéndole así el ritmo con el que embestir. Y así el toro fue a más y a mejor por el pitón derecho y, por tanto, los muletazos y las series de Miguel Ángel se sucedieron líquidas y limpias, largas y profundas, muy despacio, muy bellas, muy hondas. Los olés eran crujidos de aprobación, de admiración y de estar sintiendo el público lo que Perera le estaba haciendo al toro. En Pamplona. Llegó entonces la voltereta. Fuerte y fea. Arrolló el cuvillo a Miguel Ángel con el pitón derecho, lo volteó en el aire y cayó mal, sobre la nuca casi. Aun en el suelo, hizo el toro por el diestro y le buscó, por suerte, sin encontrarle. Segundos eternos que no parecían tener fin… El quite vino del cielo, de Víctor Barrio, seguro, y Miguel Ángel, aunque aturdido y dolorido, siguió en la cara, sin mirarse ni quejarse, para seguir toreando igual de despacio, de largo y de bello. Como si nada hubiera pasado. Cuestión de raza y de hombría. De torería, que es lo que aúna ambas cualidades. Cuestión de sentirse y de saberse torero y figura. Pamplona, en pie, se rendía a la demostración de tanto y de todo del torero extremeño. Lástima que la espada no viajara certera y que, incluso, tuviera que descabellar. Eso redujo a una fuerte ovación lo que era un premio gordo. Pamplona en pie, sin dudas, valorando al unísono una de las cumbres de la temporada de Miguel Ángel.
Le pesaron y mucho los muchos kilos que tenía encima el quinto, de 620 kilos. Embistió poco y protestó mucho, de ahí el gran mérito del ramillete de naturales que Miguel Ángel le arrancó en el núcleo de la faena. Naturales surgidos lentos y muy largos, muy cosidos a la muleta y al pulso del torero, que los fue cincelando con la gubia infalible del temple. Ése que fluye natural como el caudal de los ríos… Hubo una serie, especialmente, sencillamente impecable. Cuando nadie la esperaba, construida tacto a tacto por Perera, pulso puro, y rematada con un pase de pecho de ésos que se enseña a quienes aprenden a torear. Enciclopédico. Aún hubo algunos naturales más sueltos, arrancados de la pesadez del cuvillo, que protestó no pocas veces. Lástima de nuevo del pinchazo previo a la estocada final porque, al menos, la oreja estaba cortada. Se quedó pendiente. Habrá que volver el año que viene a por las tres orejas que hoy se quedaron en Pamplona. Como se quedó también la dimensión más importante de Miguel Ángel Perera en lo que va de temporada.