Con uno de Benjumea se vino a remendar la corrida de Salvador Domecq, que salió descastada y peligrosa. Pero quiso la fortuna que el mejor del encierro le tocase a Perera. O más que el mejor, el único del que se pudo sacar algo, que fue el tercero.
De salida, embisitó en línea recta y apretando, sin clase alguna, y en la suerte de varas galopó hasta el caballo que guardaba puerta. Sin embargo, y a pesar de que salió suelto, hizo el torero un buen quite por chicuelinas. Complicado en banderillas, no se sabía bien lo que veía el torero, pero lo brindó.
Se puso en los medios, con los pies juntos, y lo llamó con ayudados por alto. Poco a poco, se lo fue llevando al centro, para rematar con el pase de las flores. El milagro tenía pinta de haber comenzado, pues de donde no se apreciaba nada, Perera comenzó a trazar una faena compacta, de mucho temple y gustándose. El toro se venía de largo, y metió la cabeza por abajo y sin protestar. El palillo, medio arrastrando por el albero, y los muletazos, eternos. Se cambió la muleta de mano, y por el izquierdo el toro no tragaba; pero el torero se empecinó en la colocación, y el animal acabó rompiendo también por ese pitón. Ahí afloraron los recuerdos de la infancia, cuando descubrí que Paco Ojeda hacía lo que decía la canción, decirle al reloj que detuviera su camino.
Volvió a coger la tela con la derecha, y ligó, y ligó, y ligó. Y cuando el toro no podía más, trenzó los ochos que tan bien domina. La plaza estaba entregada, y sonaba el viejo run run de triunfo grande. Pinchazo y estocada entera dejaron el premio en una única oreja con ligera petición de la segunda. Exigente público el de Murcia, a quien le pesó más el fallo con la espada que la gran faena que habían presenciado.
Nada pudo hacer sino pegarle un gran espadazo al que cerraba plaza, una alimaña a la que no se le bajaron los humos si tras el gran puyazo de Ignacio Rodríguez.
Lástima que no se redondeara una tarde que llevó, gracias a Rafaelillo y Perera, a más de doscientos jóvenes a los tendidos de La Condomina.
Rafaelillo: ovación y oreja.
Sebastián Castella: ovación y palmas.
Miguel Ángel Perera: oreja y palmas tras la muerte del toro
Con uno de Benjumea se vino a remendar la corrida de Salvador Domecq, que salió descastada y peligrosa. Pero quiso la fortuna que el mejor del encierro le tocase a Perera. O más que el mejor, el único del que se pudo sacar algo, que fue el tercero.
De salida, embisitó en línea recta y apretando, sin clase alguna, y en la suerte de varas galopó hasta el caballo que guardaba puerta. Sin embargo, y a pesar de que salió suelto, hizo el torero un buen quite por chicuelinas. Complicado en banderillas, no se sabía bien lo que veía el torero, pero lo brindó.
Se puso en los medios, con los pies juntos, y lo llamó con ayudados por alto. Poco a poco, se lo fue llevando al centro, para rematar con el pase de las flores. El milagro tenía pinta de haber comenzado, pues de donde no se apreciaba nada, Perera comenzó a trazar una faena compacta, de mucho temple y gustándose. El toro se venía de largo, y metió la cabeza por abajo y sin protestar. El palillo, medio arrastrando por el albero, y los muletazos, eternos. Se cambió la muleta de mano, y por el izquierdo el toro no tragaba; pero el torero se empecinó en la colocación, y el animal acabó rompiendo también por ese pitón. Ahí afloraron los recuerdos de la infancia, cuando descubrí que Paco Ojeda hacía lo que decía la canción, decirle al reloj que detuviera su camino.
Volvió a coger la tela con la derecha, y ligó, y ligó, y ligó. Y cuando el toro no podía más, trenzó los ochos que tan bien domina. La plaza estaba entregada, y sonaba el viejo run run de triunfo grande. Pinchazo y estocada entera dejaron el premio en una única oreja con ligera petición de la segunda. Exigente público el de Murcia, a quien le pesó más el fallo con la espada que la gran faena que habían presenciado.
Nada pudo hacer sino pegarle un gran espadazo al que cerraba plaza, una alimaña a la que no se le bajaron los humos si tras el gran puyazo de Ignacio Rodríguez.
Lástima que no se redondeara una tarde que llevó, gracias a Rafaelillo y Perera, a más de doscientos jóvenes a los tendidos de La Condomina.
Rafaelillo: ovación y oreja.
Sebastián Castella: ovación y palmas.
Miguel Ángel Perera: oreja y palmas tras la muerte del toro