Iba empicada la tarde, hasta que salió al ruedo un bonito toro burraco que en sus primeros tiempos en el albero fue un tanto incierto y adolecía de cierta flojedad. Pero fue bien al caballo de Ignacio Rodríguez, que le dio las dos varas reglamentarias en la Comunidad riojana de forma magistral. Sangró el toro, y se fue viniendo arriba con las banderillas; descató el segundo par de Joselito Gutiérrez, y fue esencial la primorosa brega de Juan Sierra.
Lo llamó Perera desde una distancia prudencial para medir las posibilidades del astado, que descolgó desde el primer muletazo. Comenzó éste a seguir la tela, y fue Perera hilvanando muletazos prodigiosos hasta llevárselo al puro centro del ruedo, donde hizo un cambio de mano para rematar con el de pecho. Ahí mismo se colocó para torearlo con la izquierda, por donde le costaba más al animal. Pero con qué temple, por Dios, con qué temple le fue marcando el camino por donde tenía que ir, sosteniendo la muleta con el brazo pero toreándolo con la muñeca, que es donde se lleva el toreo caro.
Se volvió a colocar la franela en la derecha, y en un palmo de terreno le hizo ya el resto de la faena, arreastrando la tela que codiciosamente seguía el toro. Hizo cambios de mano por la espalda sin despegar la manoletina del suelo, y de esa misma manera remataba con los de pecho.
La plaza se hizo un clamor; algunos comenzaron a hablar incluso de indulto. Otros decían que era faena de rabo. Y es que cómo estuvo; con qué estética, con qué técnica y, a la vez, con qué dejadez.
Lo puso en suerte, pero un grito desde algún tendido descuadró al toro. Se quiso asegurar el torero, y al moverlo de nuevo lo dejó en la suerte natural. La espada entró hasta el corvejón, pero un tanto desprendida. No obstante, esto no fue óbice para que el público pidiera clamorosamente las dos orejas que con tanta justicia se había ganado tras tan primorosa faena. El premio quedó sólo en una, con la sonora bronca al palco, que imposibilitó la merecida ovación al toro en el arrastre.
De otra condición fue el grandullón que cerró plaza, que no terminó de romper y al que le faltó fondo. Lo brindó Perera al público, y lo llamó desde la boca de riego cuando el animal estaba en las tablas. Se arrancó éste con un brío un tanto desconcertante, pero siguió el engaño que le mostró el torero por la espalda. Así lo tuvo durante una gran tanda de pases cambiados con los que el público vibró. La faena tuvo cotas altas gracias a cómo lo trató Perera, ese gran Perera que se fue de la plaza con una cariñosísima ovación que recogió con profundo sentimiento cuando abandonaba el ruedo, pues el fallo con la espada le privó de premio.
Juan José Padilla: silencio en su lote.
José María Manzanares: ovación y silencio.
Miguel Ángel Perera: oreja con fortísima petición de la segunda y ovación.
Iba empicada la tarde, hasta que salió al ruedo un bonito toro burraco que en sus primeros tiempos en el albero fue un tanto incierto y adolecía de cierta flojedad. Pero fue bien al caballo de Ignacio Rodríguez, que le dio las dos varas reglamentarias en la Comunidad riojana de forma magistral. Sangró el toro, y se fue viniendo arriba con las banderillas; descató el segundo par de Joselito Gutiérrez, y fue esencial la primorosa brega de Juan Sierra.
Lo llamó Perera desde una distancia prudencial para medir las posibilidades del astado, que descolgó desde el primer muletazo. Comenzó éste a seguir la tela, y fue Perera hilvanando muletazos prodigiosos hasta llevárselo al puro centro del ruedo, donde hizo un cambio de mano para rematar con el de pecho. Ahí mismo se colocó para torearlo con la izquierda, por donde le costaba más al animal. Pero con qué temple, por Dios, con qué temple le fue marcando el camino por donde tenía que ir, sosteniendo la muleta con el brazo pero toreándolo con la muñeca, que es donde se lleva el toreo caro.
Se volvió a colocar la franela en la derecha, y en un palmo de terreno le hizo ya el resto de la faena, arreastrando la tela que codiciosamente seguía el toro. Hizo cambios de mano por la espalda sin despegar la manoletina del suelo, y de esa misma manera remataba con los de pecho.
La plaza se hizo un clamor; algunos comenzaron a hablar incluso de indulto. Otros decían que era faena de rabo. Y es que cómo estuvo; con qué estética, con qué técnica y, a la vez, con qué dejadez.
Lo puso en suerte, pero un grito desde algún tendido descuadró al toro. Se quiso asegurar el torero, y al moverlo de nuevo lo dejó en la suerte natural. La espada entró hasta el corvejón, pero un tanto desprendida. No obstante, esto no fue óbice para que el público pidiera clamorosamente las dos orejas que con tanta justicia se había ganado tras tan primorosa faena. El premio quedó sólo en una, con la sonora bronca al palco, que imposibilitó la merecida ovación al toro en el arrastre.
De otra condición fue el grandullón que cerró plaza, que no terminó de romper y al que le faltó fondo. Lo brindó Perera al público, y lo llamó desde la boca de riego cuando el animal estaba en las tablas. Se arrancó éste con un brío un tanto desconcertante, pero siguió el engaño que le mostró el torero por la espalda. Así lo tuvo durante una gran tanda de pases cambiados con los que el público vibró. La faena tuvo cotas altas gracias a cómo lo trató Perera, ese gran Perera que se fue de la plaza con una cariñosísima ovación que recogió con profundo sentimiento cuando abandonaba el ruedo, pues el fallo con la espada le privó de premio.
Juan José Padilla: silencio en su lote.
José María Manzanares: ovación y silencio.
Miguel Ángel Perera: oreja con fortísima petición de la segunda y ovación.