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27 de noviembre de 1983. Puebla del Prior, Badajoz. Una fecha y un lugar. El comienzo de todo. La casa de Miguel y Dami se llenaba de luz por primera de tres veces. Nacía Miguel Ángel, el primogénito, el primer sueño cumplido en casa de los Perera Díaz. Eran los tiempos del reinado de Paco Ojeda. De otro deslumbramiento: el del mundo entero girando en torno a un torero con el corazón de granito. ¿Casualidad? ¿O las cosas del destino, quizá?

 

El niño Miguel Ángel fue creciendo con ese compás diferente que tienen las cosas de la vida en los pueblos sencillos. A medias repartido su tiempo entre las clases en el colegio San Esteban y los juegos con amigos y compañeros. Y con Sergio, su hermano. Cómplice de tantas cosas ya por entonces. En casa, nada de toros. Nunca lo había habido. Sencillamente, se había terciado así… Por eso fue llamativo que Miguel Ángel y Sergio se empeñaran en enseñar a embestir a un carnero que tenían a mano. Tal vez no embistiera demasiadas veces el animal, pero ellos nunca desistieron en el intento. Fue el instinto, ese cauce natural que tiene la sangre para llevarnos por los caminos que son ciertos a nuestra vida. Más aún, cuando alrededor de uno sopla esa brisa suavemente insistente que aviva la llama para que abrase más y más. Esa brisa se llama Sandra, otra Perera con raza de torero, que tantas veces alimentó el sueño grande de su hermano.

 

Algo pasó a los diez años: Miguel Ángel cambió de colegio y de entorno. Sus padres le inscribieron en el colegio San José, de los jesuitas, en Villafranca de los Barros, a doce kilómetros de casa. Una decisión que terminó cambiando su vida. Primero, porque con esa edad y en esas circunstancias, uno siente la necesidad de estrechar nuevos vínculos con el entorno. Por ejemplo, con los amigos. Y segundo porque, precisamente entre esos amigos, forjó Miguel Ángel una estrecha relación con José Luis Pereda, hijo del ganadero onubense del mismo nombre. Una amistad que le procuró los primeros contactos con un universo que el joven Perera desconocía: el del toro bravo. Pero aún hubo un tercer factor determinante en el rumbo que terminaría tomando su pasión: Baltasar Manzano, un profesor de Educación Física del colegio San José, profundo aficionado a los toros, que halló en alumnos como Miguel Ángel y José Luis un terreno abonado donde sembrar la semilla de la afición. El tiempo y sus momentos hicieron el resto.

 

Pereda invitó a sus compañeros de clase a visitar la finca de su familia donde pastaba su ganadería. La presencia imponente y tan cercana del toro bravo, ese casi estirar la mano y poder tocarlo, sentir como palpitando el misterio de aquel animal, otro pálpito, el de su corazón cautivado por la estampa, y aquel primer tentadero como espectador con José Antonio Campuzano y Pepe Luis Vázquez como maestros le terminó por arrebatar. Nada de aquello le era ya indiferente. Una llama se le había encendido en el alma y asomaron esas primeras preguntas que uno sólo se atreve a hacerse en voz baja: “¿Podría yo algún día torear?”. Miguel Ángel, que ya había probado su empeño en hacer embestir a aquel carnero, tenía claro que la pregunta tendría respuesta algún día. Fuera la que fuera, pero la tendría. La ocasión la pintaron calvas cuando don Baltasar aceptó la propuesta de sus alumnos de organizar una capea donde pudieran torear. Pero aquello, más que una mera actividad de ocio, debía tener, al menos, una parte del componente de rito sin el que el toreo no es toreo. Que para eso la obligación del maestro es educar. Y el profesor retó a sus alumnos a entrenar y a prepararse para aquel compromiso. Fueron las primeras clases de toreo de salón que dispararon la ilusión de Miguel Ángel.

 

La capea llegó y tuvo como escenario la Plaza de Toros de Villafranca de los Barros. Un deslumbramiento, otro, estremeció ahora a don Baltasar, quien no daba crédito a la naturalidad y el criterio con que Perera se puso delante de las vacas y las toreó. Tal fue la sorpresa, que el profesor propuso al alumno inscribirse en la Escuela Taurina de Badajoz. Y así lo hizo con el visto bueno de sus padres convencidos, seguramente, de que se trataba de un juego más en la vida de Miguel Ángel. Pero nada más lejos de la realidad: la vida de Perera había tomado ya el camino irrefrenable del destino. El joven empezó a sentirse torero. Y a pasar pruebas en el campo. Muy duras algunas de ellas. Pero más férrea fue siempre su voluntad para volver a la cara de su designio: ser torero. “Hay un niño de Puebla del Prior que anda la mar de bien…” La pólvora del boca a boca corría prendiendo la mecha cada vez más. Una mecha que se hizo llama conforme llegaron las primeras novilladas. Fue el deslumbramiento definitivo: el niño de Puebla se llamaba Miguel Ángel Perera y lo tenía todo para ser torero…

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27 de noviembre de 1983. Puebla del Prior, Badajoz. Una fecha y un lugar. El comienzo de todo. La casa de Miguel y Dami se llenaba de luz por primera de tres veces. Nacía Miguel Ángel, el primogénito, el primer sueño cumplido en casa de los Perera Díaz. Eran los tiempos del reinado de Paco Ojeda. De otro deslumbramiento: el del mundo entero girando en torno a un torero con el corazón de granito. ¿Casualidad? ¿O las cosas del destino, quizá?

 

El niño Miguel Ángel fue creciendo con ese compás diferente que tienen las cosas de la vida en los pueblos sencillos. A medias repartido su tiempo entre las clases en el colegio San Esteban y los juegos con amigos y compañeros. Y con Sergio, su hermano. Cómplice de tantas cosas ya por entonces. En casa, nada de toros. Nunca lo había habido. Sencillamente, se había terciado así… Por eso fue llamativo que Miguel Ángel y Sergio se empeñaran en enseñar a embestir a un carnero que tenían a mano. Tal vez no embistiera demasiadas veces el animal, pero ellos nunca desistieron en el intento. Fue el instinto, ese cauce natural que tiene la sangre para llevarnos por los caminos que son ciertos a nuestra vida. Más aún, cuando alrededor de uno sopla esa brisa suavemente insistente que aviva la llama para que abrase más y más. Esa brisa se llama Sandra, otra Perera con raza de torero, que tantas veces alimentó el sueño grande de su hermano.

 

Algo pasó a los diez años: Miguel Ángel cambió de colegio y de entorno. Sus padres le inscribieron en el colegio San José, de los jesuitas, en Villafranca de los Barros, a doce kilómetros de casa. Una decisión que terminó cambiando su vida. Primero, porque con esa edad y en esas circunstancias, uno siente la necesidad de estrechar nuevos vínculos con el entorno. Por ejemplo, con los amigos. Y segundo porque, precisamente entre esos amigos, forjó Miguel Ángel una estrecha relación con José Luis Pereda, hijo del ganadero onubense del mismo nombre. Una amistad que le procuró los primeros contactos con un universo que el joven Perera desconocía: el del toro bravo. Pero aún hubo un tercer factor determinante en el rumbo que terminaría tomando su pasión: Baltasar Manzano, un profesor de Educación Física del colegio San José, profundo aficionado a los toros, que halló en alumnos como Miguel Ángel y José Luis un terreno abonado donde sembrar la semilla de la afición. El tiempo y sus momentos hicieron el resto.

 

Pereda invitó a sus compañeros de clase a visitar la finca de su familia donde pastaba su ganadería. La presencia imponente y tan cercana del toro bravo, ese casi estirar la mano y poder tocarlo, sentir como palpitando el misterio de aquel animal, otro pálpito, el de su corazón cautivado por la estampa, y aquel primer tentadero como espectador con José Antonio Campuzano y Pepe Luis Vázquez como maestros le terminó por arrebatar. Nada de aquello le era ya indiferente. Una llama se le había encendido en el alma y asomaron esas primeras preguntas que uno sólo se atreve a hacerse en voz baja: “¿Podría yo algún día torear?”. Miguel Ángel, que ya había probado su empeño en hacer embestir a aquel carnero, tenía claro que la pregunta tendría respuesta algún día. Fuera la que fuera, pero la tendría. La ocasión la pintaron calvas cuando don Baltasar aceptó la propuesta de sus alumnos de organizar una capea donde pudieran torear. Pero aquello, más que una mera actividad de ocio, debía tener, al menos, una parte del componente de rito sin el que el toreo no es toreo. Que para eso la obligación del maestro es educar. Y el profesor retó a sus alumnos a entrenar y a prepararse para aquel compromiso. Fueron las primeras clases de toreo de salón que dispararon la ilusión de Miguel Ángel.

 

La capea llegó y tuvo como escenario la Plaza de Toros de Villafranca de los Barros. Un deslumbramiento, otro, estremeció ahora a don Baltasar, quien no daba crédito a la naturalidad y el criterio con que Perera se puso delante de las vacas y las toreó. Tal fue la sorpresa, que el profesor propuso al alumno inscribirse en la Escuela Taurina de Badajoz. Y así lo hizo con el visto bueno de sus padres convencidos, seguramente, de que se trataba de un juego más en la vida de Miguel Ángel. Pero nada más lejos de la realidad: la vida de Perera había tomado ya el camino irrefrenable del destino. El joven empezó a sentirse torero. Y a pasar pruebas en el campo. Muy duras algunas de ellas. Pero más férrea fue siempre su voluntad para volver a la cara de su designio: ser torero. “Hay un niño de Puebla del Prior que anda la mar de bien…” La pólvora del boca a boca corría prendiendo la mecha cada vez más. Una mecha que se hizo llama conforme llegaron las primeras novilladas. Fue el deslumbramiento definitivo: el niño de Puebla se llamaba Miguel Ángel Perera y lo tenía todo para ser torero…

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