En ese punto, el torero sabía ya que el toro era de indulto. Es más, quería el indulto y la gloria del para siempre para su cómplice de tamaña sinfonía. Y lo hizo posible en un tramo de la faena del que se puede identificar el inicio, pero nunca cuándo terminó. Porque no tuvo parangón aquello. Ni medida conocida, ni antecedente que se le recuerde. Porque nada fue pensado, todo sentido según fluía. Por delante, por detrás, e incluso, a través, porque alguna vez hubo que pareció que le arrollara sin que le arrollara. ¿Por dónde se pasó Miguel Ángel tantas veces al toro? Hizo con él lo que quiso, con la muñeca como rota, como sin límites. Un prestidigitador, un mago, un ilusionista. Un portento de capacidad y de dominio. Se fue del toro mientras la plaza se llenaba de pañuelos blancos. Y se fue despacio Perera, sabiendo que era cuestión de que esa locura se fuera cociendo sola. Y ordenó a su cuadrilla que dejara solo a Libélula. Y cuando volvió a él, lo hizo para enjaretarle una señorial tanda de manoletinas, de solemnidad catedralicia. No cabía esperar más: asomó el pañuelo naranja, explotó la felicidad –la primera, la del torero- en aquellas doce mil almas, simuló el diestro la suerte final para concederle a su compañero de baile la más bella y alta de las suertes. De la mano le llevó de vuelta a su gloria. Y se fue pronto Libélula al encuentro de su eternidad. Esa misma en la que ya vive esta faena de Miguel Ángel Perera, de la que se hablará por mucho porque hay cosas que ya no se olvidan nunca.
Lástima el extraño que le hizo la espada al entrar a matar a su primer toro porque fue la suya faena de dos orejas. Por la firmeza y la quietud ante un toro incierto de Jandilla, mejor en el inicio de sus embestidas que en los finales, donde protestó airado y, por momento, con feas maneras. Nada de eso le importó a Miguel Ángel, quien todo se lo hizo como si fuera bueno. Desde que, de salida, se fuera suelto y él lo recogiera en cada encuentro con paciencia y gusto en cada uno de sus lances. El quite por tafalleras fue de una despaciosidad privilegiada. Se desmonteró Javier Ambel tras un buen tercio de banderillas y fue éste el prólogo de la faena de muleta, en la que Perera desplegó ese soberbio valor que le fluye de natural para dominar y corregir actitudes ingratas como las del Jandilla. Y ya se la jugó en los doblones del comienzo, recogiendo al toro todo lo corto que se quedaba, sin corregir nunca la posición ni su intención, tragando y mandando a base de soportar coladas y frenadas que levantaron más de un “uy”. Lo citó de largo luego en cada serie, esperándolo para traerse al cuatreño ya toreado desde los flecos primeros de la muleta, reduciendo su ritmo en el viaje y buscando rematar éste por abajo por más que protestara el toro, descompuesto y sin entrega en esos centímetros finales de cada acometida. El pulso en este punto fue para aficionados. Proverbial porque ni una vez lo tocó la franela por más que el de Jandilla quisiera mandarla por los aires.
Las tandas del núcleo de la faena tuvieron entonces la virtud de cómo amplió Miguel Ángel el tranco de su oponente y, siempre, sin que rozara siquiera la tela. Temple puro. Tuvieron eco ronco esos muletazos abrochados con pases de pecho de factura interminable. Llegó entonces la traca final, la moneda al aire, el cara o cruz, la verdad desnudo. Se paró Perera y giró entonces todo el toreo y la incertidumbre en cada acometida del toro alrededor de sus muslos y de su cintura. Sólo se movían las muñecas, firmes, pero impávidas a la vez. Y giraba el astado después de volver allí donde lo mandaba Miguel Ángel y, al regreso, se encontraba con las piernas del hombre entregado a su suerte, pero haciendo que la suerte fuera la que dictara su voluntad. Hubo momentos en que pareciera imposible que el toro no lo arrollara, pero no lo arrolló. Lo evitó la firmeza en las plantas y en los toques de un coloso que asustaba al miedo. Se le entregó la plaza porque no podía ser de otra manera. Se le puso en pie, que es como el público de toros declama su reconocimiento total. Lástima de ese extraño de la espada, lo único destemplado de una obra que fue pura verdad dicha y hecha despacio, muy despacio, muy muy despacio.
Tuvo poco fondo el sexto, que le faltó fuelle y raza. En un gesto de enorme torería y en señal de respeto, cariño y admiración, el brindó el toro Miguel Ángel a José Tomás. Pero se rindió pronto el cuatreño y, a pesar de que Perera le recetó la medicina del toreo planteado con bien, le robó eco a su actitud la apagada condición del Jandilla. Mató después de un pinchazo y Algeciras le tributó una encendida ovación de reconocimiento por la dimensión, la huella y el eco en el conjunto de una tarde, que ya lo es para el recuerdo.
En ese punto, el torero sabía ya que el toro era de indulto. Es más, quería el indulto y la gloria del para siempre para su cómplice de tamaña sinfonía. Y lo hizo posible en un tramo de la faena del que se puede identificar el inicio, pero nunca cuándo terminó. Porque no tuvo parangón aquello. Ni medida conocida, ni antecedente que se le recuerde. Porque nada fue pensado, todo sentido según fluía. Por delante, por detrás, e incluso, a través, porque alguna vez hubo que pareció que le arrollara sin que le arrollara. ¿Por dónde se pasó Miguel Ángel tantas veces al toro? Hizo con él lo que quiso, con la muñeca como rota, como sin límites. Un prestidigitador, un mago, un ilusionista. Un portento de capacidad y de dominio. Se fue del toro mientras la plaza se llenaba de pañuelos blancos. Y se fue despacio Perera, sabiendo que era cuestión de que esa locura se fuera cociendo sola. Y ordenó a su cuadrilla que dejara solo a Libélula. Y cuando volvió a él, lo hizo para enjaretarle una señorial tanda de manoletinas, de solemnidad catedralicia. No cabía esperar más: asomó el pañuelo naranja, explotó la felicidad –la primera, la del torero- en aquellas doce mil almas, simuló el diestro la suerte final para concederle a su compañero de baile la más bella y alta de las suertes. De la mano le llevó de vuelta a su gloria. Y se fue pronto Libélula al encuentro de su eternidad. Esa misma en la que ya vive esta faena de Miguel Ángel Perera, de la que se hablará por mucho porque hay cosas que ya no se olvidan nunca.
Lástima el extraño que le hizo la espada al entrar a matar a su primer toro porque fue la suya faena de dos orejas. Por la firmeza y la quietud ante un toro incierto de Jandilla, mejor en el inicio de sus embestidas que en los finales, donde protestó airado y, por momento, con feas maneras. Nada de eso le importó a Miguel Ángel, quien todo se lo hizo como si fuera bueno. Desde que, de salida, se fuera suelto y él lo recogiera en cada encuentro con paciencia y gusto en cada uno de sus lances. El quite por tafalleras fue de una despaciosidad privilegiada. Se desmonteró Javier Ambel tras un buen tercio de banderillas y fue éste el prólogo de la faena de muleta, en la que Perera desplegó ese soberbio valor que le fluye de natural para dominar y corregir actitudes ingratas como las del Jandilla. Y ya se la jugó en los doblones del comienzo, recogiendo al toro todo lo corto que se quedaba, sin corregir nunca la posición ni su intención, tragando y mandando a base de soportar coladas y frenadas que levantaron más de un “uy”. Lo citó de largo luego en cada serie, esperándolo para traerse al cuatreño ya toreado desde los flecos primeros de la muleta, reduciendo su ritmo en el viaje y buscando rematar éste por abajo por más que protestara el toro, descompuesto y sin entrega en esos centímetros finales de cada acometida. El pulso en este punto fue para aficionados. Proverbial porque ni una vez lo tocó la franela por más que el de Jandilla quisiera mandarla por los aires.
Las tandas del núcleo de la faena tuvieron entonces la virtud de cómo amplió Miguel Ángel el tranco de su oponente y, siempre, sin que rozara siquiera la tela. Temple puro. Tuvieron eco ronco esos muletazos abrochados con pases de pecho de factura interminable. Llegó entonces la traca final, la moneda al aire, el cara o cruz, la verdad desnudo. Se paró Perera y giró entonces todo el toreo y la incertidumbre en cada acometida del toro alrededor de sus muslos y de su cintura. Sólo se movían las muñecas, firmes, pero impávidas a la vez. Y giraba el astado después de volver allí donde lo mandaba Miguel Ángel y, al regreso, se encontraba con las piernas del hombre entregado a su suerte, pero haciendo que la suerte fuera la que dictara su voluntad. Hubo momentos en que pareciera imposible que el toro no lo arrollara, pero no lo arrolló. Lo evitó la firmeza en las plantas y en los toques de un coloso que asustaba al miedo. Se le entregó la plaza porque no podía ser de otra manera. Se le puso en pie, que es como el público de toros declama su reconocimiento total. Lástima de ese extraño de la espada, lo único destemplado de una obra que fue pura verdad dicha y hecha despacio, muy despacio, muy muy despacio.
Tuvo poco fondo el sexto, que le faltó fuelle y raza. En un gesto de enorme torería y en señal de respeto, cariño y admiración, el brindó el toro Miguel Ángel a José Tomás. Pero se rindió pronto el cuatreño y, a pesar de que Perera le recetó la medicina del toreo planteado con bien, le robó eco a su actitud la apagada condición del Jandilla. Mató después de un pinchazo y Algeciras le tributó una encendida ovación de reconocimiento por la dimensión, la huella y el eco en el conjunto de una tarde, que ya lo es para el recuerdo.