Fue tanto lo que le tuvo reservado hace sólo una semana en Palencia, que hoy Montalvo, la ganadería, sus toros, dejaron sin caramelo que llevarse a la boca a Miguel Ángel Perera. Más bien al contrario, le dejó hoy con el sabor amargo de un lote ayuno de casi todo lo básico para hacer el toreo. Ni uno ni otro, ninguno de los dos ejemplares que la bola de la suerte (o de la mala suerte, en este caso) deparó para el extremeño posibilidad alguna de recompensa por más que la buscó con ahínco y con paciencia, con resignación y con oficio, como quien pica la pared pétrea de una montaña helada. Nada, no hubo manera. Ni eco. Los de Montalvo de hoy no parecieron serlo si se les compara con sus hermanos de Palencia.
Los dos tuvieron en su debe el ir demasiado a menos desde muy pronto. Se apagaron como velas en medio de un vendaval. A los dos trató Perera de mantenerles encendida la poca llama de la raza que mostraron. A los dos trató de convencerles, de hacerles olvidar su condición perezosa, de embaucarlos, de engañarles la voluntad en series trazadas a partir de la línea recta y larga de una muleta firme, poderosa, dominadora, templada, muy pulseada, reclamando sin apretar, sometiendo sin ahogar. Pero nada, porque era en su propia desazón donde se iban ahogado los toros de Miguel Ángel. Al menos, el extremeño se lleva renovado todo el cariño de la afición de Albacete, que demostró en su valoración del esfuerzo de Perera que le quiere y que le espera.
Fue tanto lo que le tuvo reservado hace sólo una semana en Palencia, que hoy Montalvo, la ganadería, sus toros, dejaron sin caramelo que llevarse a la boca a Miguel Ángel Perera. Más bien al contrario, le dejó hoy con el sabor amargo de un lote ayuno de casi todo lo básico para hacer el toreo. Ni uno ni otro, ninguno de los dos ejemplares que la bola de la suerte (o de la mala suerte, en este caso) deparó para el extremeño posibilidad alguna de recompensa por más que la buscó con ahínco y con paciencia, con resignación y con oficio, como quien pica la pared pétrea de una montaña helada. Nada, no hubo manera. Ni eco. Los de Montalvo de hoy no parecieron serlo si se les compara con sus hermanos de Palencia.
Los dos tuvieron en su debe el ir demasiado a menos desde muy pronto. Se apagaron como velas en medio de un vendaval. A los dos trató Perera de mantenerles encendida la poca llama de la raza que mostraron. A los dos trató de convencerles, de hacerles olvidar su condición perezosa, de embaucarlos, de engañarles la voluntad en series trazadas a partir de la línea recta y larga de una muleta firme, poderosa, dominadora, templada, muy pulseada, reclamando sin apretar, sometiendo sin ahogar. Pero nada, porque era en su propia desazón donde se iban ahogado los toros de Miguel Ángel. Al menos, el extremeño se lleva renovado todo el cariño de la afición de Albacete, que demostró en su valoración del esfuerzo de Perera que le quiere y que le espera.